Vulnerabilidad, Repudio y Violencia – La Tragedia de la Masculinidad1

Jessica Benjamin

Agradezco esta oportunidad para compartir con ustedes, mis colegas en México y en otras partes del mundo hispanohablante, un momento de reflexión y preocupación colectiva. Desearía estar con ustedes en persona y quisiera estar más presente mentalmente como sería bajo otras circunstancias. Pero he buscado la mejor forma de funcionar ante esta situación de pandemia y pensar más allá de los simples asuntos de supervivencia que el Covid19 nos presenta, especialmente aquí en el norte y especialmente en Nueva York.

Nuestra meta para esta conferencia es reflexionar juntos sobre lo que sabemos como psicoanalistas acerca del género, haciendo referencia específica a la historia del patriarcado y el problema de la dominación masculina y la violencia; cómo estos fenómenos se manifiestan actualmente y afectan nuestra vida social y cultural, y, a su vez, nuestras psiques individuales. Sencillamente, estamos preocupados por el daño y el sufrimiento psíquico provocado, que frecuentemente se produce fuera del ámbito de la fantasía, en la dura realidad física del asesinato, violencia y violación, así como otras formas de lesión menos agudas pero más prevalecientes y generalizadas.

Iniciaré este estudio perfilando brevemente los movimientos que hemos realizado en los últimos casi cincuenta años de teoría psicoanalítica feminista, incluyendo una crítica a Freud. De ahí, avanzaré hacia mi reinterpretación de las constelaciones preedípica y edípica, no solamente como fenómenos psíquicos sino como constelaciones ideológicas que reflejan la realidad patriarcal. Y nuevamente, desde esta posición, podemos seguir comprendiendo la posición de las mujeres, el contenedor/objetos femenino y materno de las proyecciones masculinas, de F, deseo, control, terror y odio.

Primero, el contexto histórico de lo que llamamos la teoría psicoanalítica feminista de la segunda ola. Irónicamente, la introducción más significativa a una consideración feminista del psicoanálisis, en inglés, fue la apología del pensamiento de Freud sobre la feminidad hecha por Juliet Mitchell en 1973, muy distinta de la más rebelde crítica de Irigaray tan solo un año después en Francia. Pero la posición de Mitchell, en oposición a de Beauvoir y leída a través de Lacan, estaba sobre la mesa en mi mundo y era necesario contender con ella. Como ustedes saben, Mitchell abordó el género en términos de la relación con el falo, una relación que explicaría la diferencia con D mayúscula y la forma en que algunos seres humanos se feminizaron. Freud, indica Mitchell, mostró como las mujeres se hacen no nacen: la condición era que los hombres poseen el falo y las mujeres no.

Sin embargo, influenciados por la metodología marxista, algunos de nosotros argumentamos que la diferencia con D mayúscula es en sí misma una materialización que requiere de mayor desconstrucción, no una explicación de sus orígenes. Es mejor exponer el funcionamiento en vez de los orígenes de esta construcción de la diferencia; investigar cómo el modelo de sexualidad fálica de Freud fue organizado por las exigencias patriarcales y heterosexuales. Sus categorías, saturadas con la experiencia del patriarcado, expusieron el DNA psíquico de las formas patriarcales de vida familiar tradicionales. Este DNA sigue encontrando modos de replicarse y sus efectos son especialmente visibles en las recientes olas de violencia en contra de las mujeres. Y a pesar de su supuesta erradicación en algunas partes del mundo, existen formas de dominación masculina que parecen capaces de crecer hidropónicamente aun en las culturas que la desafían.

Volviendo al análisis de la masculinidad escrito en los tiempos del feminismo de la segunda ola, en los 1970s y 90s, este surge de la desconstrucción de la obra maestra de Freud, el complejo de Edipo. Dos colaboradoras tempranas, vitales, fueron Dorothy Dinnerstein y Nancy Chodorow, quienes influenciaron profundamente mi trabajo.

Inicié con el análisis de lo que he llamado el modelo edípico. Con esto me propuse, entre otras cosas, indagar el significado psíquico del odioso binario de tener y no tener: cómo la estructura ahí definida representa una configuración psíquica de sujeto y objeto, un binario en que las tendencias opuestas como activo y pasivo, ser y tener, están divididas en vez de sujetas en tensión. Para resumir mi visión: Lo que muchos pensadores Freudianos vieron como la Ley paterna de separación para mí representó instituir la eliminación de la subjetividad del otro femenino, una “falsa diferenciación” que soporta el reconocimiento de la diferencia Más aún, involucra una represión de anteriores identificaciones excesivamente inclusivas y multiplicidad que se presentan antes de la institución de las prohibiciones edípicas sobre el ser lo que se ama. Entendido de este modo, este complejo de normatividad heterosexual y repudio masculino ha servido para sustanciar la diferencia, organizando como opuestas las categorías de tener y ser la madre.

Para delinear la forma estructural de este complejo, la fase edípica construye la masculinidad y feminidad en su conjunto como abstracciones mutuamente excluyentes, que se constituyen mutuamente. En otras palabras, cada uno se constituye como la negación del otro. Eso puede expresarse en la fórmula Y = no X, X = No-Y. Para Freud, Y era el primario y la feminidad era no-Y, y esto determina todos los movimientos subsecuentes.

La teoría feminista inicia revirtiendo este movimiento – la reversión es siempre un movimiento necesario para la desconstrucción, mas no suficiente. Esta reversión coloca a la madre en el centro, de tal forma que X es la primaria y la masculinidad es igual a no-X. En vez de enfocarse en la niña teniendo que “girar” hacia el padre, cambiar su objeto de amor, el revolucionario trabajo de Robert Stoller, introdujo la idea de que son los niños quienes deben cambiar su identificación primaria hacia una cuidadora femenina. Deben tornarse no-X. Esto hace que la separación de la madre sea más problemática y la diferencia (D mayúscula) sexual más tensa pero también más empática para los niños. Chodorow avanzó considerablemente este punto. No es coincidencia que este desarrollo teórico esté basado en el pensamiento de relaciones de objeto acerca de la identificación, no en la primacía simbólica o anatómica de los genitales. De hecho, esta reversión resistió la tentación del uso del símbolo vagina/matriz para contrarrestar la supremacía de un falo que supuestamente no tenía un órgano opuesto (lo que Chassegue-Smirgel criticó como el monismo fálico).

Esta reversión relacional fue un momento históricamente necesario que abrió paso a nuestra visión de una relación mutuamente constitutiva de las categorías de género – una reversión mediante la cual Irene Fast identificó el periodo excesivamente incluyente del preedípico. En esta posición, los infantes desean ser y tener todo – sí, los niños pequeños desean tener vagina y bebés en su interior. [durante la fase preedípica excesivamente incluyente, la castración significa la amenaza de “perder” lo que el otro tiene, mientras que en la fase edípica se refiere a la amenaza de perder lo que uno mismo tiene, precisamente porque uno está intentando tener lo opuesto, el otro sexo, pero las dos se definen ahora como mutuamente excluyentes]. Y, efectivamente, ahora parecía crucial denominar esto como una posición en vez de un periodo, para sostener que el edípico añade otra posición pero no debía reemplazar a la anterior. – Desde este punto de vista, podemos argumentar que existe una posición post edípica “más sana” en la que es posible oscilar entre la preedípica y la edípica, entre la excesiva inclusividad y la identificación con un solo sexo (Aron, Bassin, Benjamin). En otras palabras, la posición edípica que separa la diferencia es solamente un sí mismo parcial dentro de un sí mismo con múltiples partes. Todos estos movimientos precedieron desconstrucciones posteriores más radicales y nociones de multiplicidad. Esto nos permite comprender lo enfermizo, dañino y destructivo del triunfo del edípico, la insistencia en contar con el falo como repudio del deseo de tener y ser el bebé. Como ustedes recordarán, en la visión psicoanalítica clásica, con el renovado impulso de los Lacanianos, la diferencia debía establecerse por el falo (el complejo de castración). La oposición pene-vagina, que era simplemente anatómica y no una entidad simbólica psíquica, no podía generar diferencias. Además de las obvias refutaciones en relación con esta falla para simbolizar los órganos femeninos, indicadas originalmente por Horney, ¿qué más podemos obtener de la envidia del pene? Mi argumento fue que las niñas buscaban una relación de identificación con el padre y no con el pene. La idea fue poner a Freud de cabeza y mostrar que las niñas deseaban al padre, y por tanto al pene, más que desear un pene y acudir al padre para obtenerlo. Parecía que Freud se había preguntado con frecuencia, si no es que siempre, qué de bueno podía ofrecer un padre a las niñas, o a los infantes en general, más allá de ser un rival o el que prohíbe.

Lo que parecía teóricamente plausible y correcto, desde mi punto de vista, era que las niñas, al igual que los niños, desearían utilizar al padre del modo tradicional que fue descrito en la literatura contemporánea de separación-individuación: como una figura de identificación que apoya la separación de la madre, como el progenitor que viene y va, como el que representa el mundo exterior, etc.

Pero estas especulaciones requerían que primero reconstruyéramos el pensamiento acerca del amor preedípico del niño hacia el padre de acuerdo con la teoría preedípica de la excesiva inclusividad. El compendio fue la historia de una madre que comentó a su hijo de 2 años que él y su padre eran idénticos como dos gotas de agua, a lo que él respondió con éxtasis “¡Repítelo, Mami!”. Con base en la observación de pequeños en reconciliación, me pareció que la experiencia de manifestar el propio deseo empezó a desplazar al objeto mismo; la urgencia estaba en la frase “deseo eso”, el romance práctico con el mundo empezó a tomar la forma de romance con el padre que representa al mundo, y que la naturaleza de este amor es identificatoria – acerca de ser, no de tener, el objeto de amor. Muy distinto del amor edípico, basado en la estricta separación entre ser y tener, y por tanto en el tabú de tener el objeto igual – la separación que instituye la heterosexualidad. El amor identificativo homoerótico representa la base de sentirse uno mismo como sujeto de deseo. Pero este amor identificativo requiere de reconocimiento a cambio, el padre que dice “Puedo verme en ti, reconozco tu deseo como mi deseo”.

El amor identificativo homoerótico – una relación de imitación, duplicación, reconocimiento sujeto a sujeto de lo que es inteligible como deseo – sería distinto, por tanto, del amor edípico hacia el otro (quien sea o lo que sea que lo represente). Este deseo de seguir al padre que es representativo del más amplio mundo se traduce en el deseo de ser fuerte y grande. ¿Qué sucede cuándo ese deseo no es reflejado, no recibe reconocimiento sino que es ignorado por la figura paterna idealizada? Esta configuración se relaciona con la humillación, resentimiento y necesidad de aprobación masculina a toda costa que aparece en el comportamiento del pandillero masculino, por ejemplo.

Ahora creemos que es clínicamente posible, necesario de hecho, abordar la necesidad de reflejo para una mutua idealización y reconocimiento; para empoderar y desarrollar una alegre grandiosidad, y superar la deflación y vergüenza de no sentirse grande ni poderoso, de haber sido incapaz de obtener la atención y reconocimiento del progenitor ausente. Pero también podemos observar su relevancia en términos del más amplio panorama de cómo el patriarcado con tanta frecuencia genera configuraciones basadas en la humillación, rabia y revanchismo. Además de mostrar que aquello que Freud vio como una envidia del pene (también para los niños) se puede replantear como un evento relacional, la idea de que el reconocimiento de la identificación y deseo amoroso del otro por ser como tú es tan crucial como estar apegado sin riesgos a la fuente del bien representa un poderoso significado. El rechazo de esa necesidad de reconocimiento puede ser devastador e inhabilitante.* La masculinidad precaria intensifica la ruptura entre esa figura paterna y la figura de apego y dependencia. Por tanto, atendamos este problema de ruptura – el verdadero problema psíquico detrás de la Diferencia con D mayúscula. Cuando la figura paterna, la emocionante figura de separación no está disponible, es desdeñosa, vergonzosa, denigrante, competitiva – ya sea por temor a su propio amor hacia el niño o por envidia de la gratificación infantil del niño con la madre – este rechazo intensifica la ruptura entre ser el bebé de mamá o el hijo de papá.

Ruth Stein argumentaba que el trauma del rechazo indiferente de su padre condujo a Mohammed Ata a su martirizado amor ideal a Dios el padre y su violenta consideración del poder para destruir a otros. Además, la indiferencia del padre hacia el vínculo del niño con la madre genera la disociada pero poderosamente destructiva patriarcal denigración de las mujeres. La exageración de la división edípica entre ser y tener, muestra Judith Butler, significa que uno no sería sorprendido siendo lo que desea tener/poseer. Mientras que también enfatiza la identificación melancólica del niño con el “Nunca lo amé, nunca lo perdí”, mi enfoque en este punto se refiere a las terribles consecuencias que frustran la identificación primaria, de tipo similar al pre melancólico, como una atadura emocional – una parte central del amor que “nunca se perdió”. Una relación sadomasoquista con el padre evoluciona hacia la necesidad de repudio del mí-mismo-bebé, el temor a la penetración paterna y sumisión humillante, representada en el vínculo adulto de dependencia de las mujeres u hombres. En vez de realmente amar y necesitar a otros hombres, mostrar desdén por la necesidad y el amor – por la vulnerabilidad y la dependencia – se convierte en la mismísima definición de masculinidad.

Una cuidadosa lectura de Freud sugiere estos temas como poderosas figuras verbales del patriarcado, que siguen girando a través de nuestro éter. Lew Aron ha analizado en forma brillante la diferencia entre Freud y Ferenczi, cómo el rechazo y des idealización del padre de Freud – consagrados como la lucha edípica – le llevaron a repudiar a su madre y las cualidades maternas, mientras que Ferenczi, que fue gratificado en relación con el padre pero encontró a su madre correctiva e inaccesible, se sentía cómodo siendo maternal. El problema fundamental, afirma Aron, es la denigración y proyección de toda vulnerabilidad hacia el objeto femenino. Sugiero que este fenómeno de negación de un amor identificativo por el padre ha informado históricamente el repudio de la feminidad así como el temor a que la madre absorbente y destructiva pueda revertir la masculinidad. La parte interesante es dónde encontramos este reconocimiento oculto en el propio Freud; la idea de masculinidad está virtualmente constituida por el repudio de la feminidad. El comentario de Christiansen sobre la publicación de Freud de 1896 “Más comentarios sobre la neuro psicosis de la defensa” (Christiansen, 1993) me sugirió una percepción sobre este proceso. En ese trabajo, Freud observó que las posiciones obsesivas de actividad defensiva es el modo característicamente masculino de enfrentar la sobre estimulación, rescatando al infante de la posición de pasividad, que es la sujeción indefensa a la estimulación, lo que resulta intolerable. He comentado que este problema se relaciona con el exceso-carencia de contención y autorregulación, que hace que el infante dependa en gran medida del otro, la madre, para la regulación. La pasividad – como incapacidad para voltear hacia afuera para manejar la estimulación y, por tanto, regularse – es el mismísimo problema que la construcción de la masculinidad busca resolver, y a pesar de retractarse continuamente, es lo que Freud llama feminidad. Incluye la dependencia en un otro maternal que podría no estar suficientemente disponible o preparado para mitigar los efectos de esta indefensión. O, para explicar esto desde otro ángulo, ya que por definición la masculinidad se constituye como no-femenina, esta es la forma en que entendemos aquello que se repudia porque no me pertenece. Estar sometido, indefenso, vulnerable. Freud no puede evitar la denominación de pasividad para aquello que debe expulsarse en favor de la actividad defensiva.

Ahora bien, recordemos que Freud fue consistente con esta ecuación de feminidad con pasividad cuando argumentó que las madres no son femeninas. Las madres son activas, por tanto, la feminidad no se puede constituir por identificación con la madre. Conviene recordar que es aquí donde surge el dilema para definir exactamente qué es lo femenino. Lo masculino es paterno, pero lo femenino no es materno. Al replantear este problema de la feminidad, en los 90s, decidí reconsiderar la crítica Lacaniana de la idea de Chodorow acerca de la identificación materna como constitutiva de la identidad femenina. Qué pasaría si la identificación con lo materno de hecho no fuera lo mismo que ser femenino del modo que lo define el patriarcado. En ese caso, la masculinidad no puede simplemente definirse en oposición a lo materno. Lo que Freud denomina la madre activa fálica se opone también a la posición de hija, que materializa el femenino clásico – lo que Freud realmente esboza es la posición de hija. Aun antes de que Freud escribiera sus ensayos sobre feminidad, Horney argumentó que su visión sobre la niña tiene una similitud sorprendente con el punto de vista de los niños pequeños en la fase edípica. Al igual que Horney, considero que esta posición es la creación de una mente edípica de niño, decretada por la cultura, e ilumina la correspondiente masculinidad edípica. La hija está ahí para (sic)

En otras palabras, la visión de feminidad de Freud refleja la realidad de la necesidad del niño edípico de proyectivamente crear un objeto que pueda ser emocionante, agresivo y contenga actividad afectiva, y que sea también un receptáculo para la pasividad. Siendo así, Freud no estuvo en lo correcto al pensar que las madres son simplemente activas, estructurantes, ordenadoras. También reciben, contienen y se acomodan al ritmo del otro, se ajustan y adaptan (es interesante pensar que la madre de Freud no era especialmente apta para esto). En contraste con la función de contención, podríamos decir, la afirmación masculina convencional busca proyectar más que recibir. Ser el receptor especialmente significa pasividad en relación con otros hombres.

Entonces, la proyección de la mente del niño edípico genera la posición de hija como una doble solución al problema de pasividad sexual, como lo encontramos representado en Freud, y correspondientemente expresado en la psique masculina. La hija como objeto femenino pasivo ahora se convierte, a través de una ecuación simbólica, en un receptáculo para la descarga activa del sí mismo masculino. Ahora ella representa también (a través de la identificación proyectiva) la figura de “masoquismo femenino”, sumisión al padre o poderoso hombre, lo que amenaza al niño edípico. El niño marcado como femenino toma el papel de acomodarse y absorber la tensión inmanejable, como una madre protectora, solamente más controlable. Sin duda alguna muchos hijos juegan este papel. En este movimiento edípico se divide la madre: su aspecto acomodaticio (recibir el falo) se atribuye a la hija o hermana y su aspecto organizativo activo, lo que se llamaba la madre fálica o anal, se recodifica como masculino y se atribuye al padre. La vagina es invisible, y ahora no puede engullir al pequeño niño. El ideal fálico de sostenerse uno mismo, en vez de apoyarse en alguien, permite al niño alejarse de la posición de ser el pequeño de mamá. Todos los bebés son ahora femeninos, absorben la proyección de vulnerabilidad. Bebé = Niña. Incluso he observado niños en edad edípica que insistentemente llaman “ella” a un bebé que saben perfectamente que es el hermanito de otro niño.

Si la lógica de Freud refleja el proceso psicológico de creación de la masculinidad, entonces podemos comprender que la feminidad no es una “cosa” o “esencia” preexistente que la psique masculina subsecuentemente repudia; más bien esta la construye en un esfuerzo por superar una relación pasiva y dependiente con una madre activa que está prohibida, una renuncia dictada por el decreto edípico de ser un pequeño hombre. Esta descripción tiene la intención de ser estructural, no necesariamente algo que los individuos reproducen. Como estructura culturalmente transmitida, la llamada ley paterna de la separación exige que la masculinidad se forme renunciando al apego infantil a la madre así como des identificándose de ella – sea esto realmente posible o no. Lo cuestión de dónde aterriza esta vulnerabilidad e indefensión desprendidas, cómo asegurar que se proyecte y salga del sí mismo, es pertinente para nuestros asuntos de hoy.

¿Qué pasaría si el repudio al amor identificativo homoerótico entre padres y niños fuera constitutivo del temor a la pasividad, al repudio de la madre, y la creación proyectiva de lo femenino? Se me ha ocurrido parafrasear a la renegada feminista Lacaniana Jane Gallop, que abordó este último repudio mediante la defensa de un posible amor heterosexual en su publicación “Pene; Falo: ¿Misma Diferencia?”

Proponiendo que pudiera existir un pene real capaz de afirmar, involucrar, encontrarse con y gratificar una vagina, en contraste con un ideal fálico que establece la diferencia como la negación del otro sexo, concluye con la pregunta “¿Qué pasaría si existiera un pene?” Tal vez a la luz de nuestra comprensión de las vulnerabilidades de la masculinidad pudiéramos preguntar, ¿qué pasaría si en vez del patriarcado y la ley del padre, existiera simplemente un padre? O mejor aún, ¿el amor de un padre?

PARTE II

¿Qué pasaría si la represión patriarcal/edípica del amor identificativo homoerótico entre padres y niños sirviera para suscribir el temor a la pasividad, a la dependencia de la madre, y la creación proyectiva de lo femenino? ¿Y qué pasaría si, al mismo tiempo, este movimiento se relaciona con la generación de un ideal paterno sádico – un objeto masculino erotizado, duro y acorazado que reemplace la protección materna con una forma deshumanizante de poder para controlar, para dominar, y para matar lo vulnerable y suave en el sujeto a través de actos de agresión? Cada acto de repudio a la ternura puede parecer un reemplazo del padre amoroso que era deseado infantilmente como una imagen del sí mismo ideal por un padre que suprime la vulnerabilidad y la inocente necesidad de reconocimiento.

Considerando ahora la violencia masculina, he vuelto a un libro que hace años tuvo un muy profundo impacto y que hoy no tiene la menor relevancia, por el contrario. En los 1970s, un estudiante universitario alemán, Klaus Theweleit, halló una valiosa colección de diarios fascistas de los 1920s, esto es, antes de los Nazis y de Hitler pero abriendo camino. En su astuto y amplio examen psicoanalítico de los temas e imaginería de estos diarios, encontró lo que equivale a un conjunto de casos de estudio de hombres que vieron el mundo en forma totalitaria como dividido y organizado por sexos. Todo lo que representaban las mujeres era peligroso, repudiado y, a pesar de ser anhelado inconscientemente, era odiado y temido. La violencia apasionada fue, por tanto, siempre corporal, esencialmente relacionada con este repudio de la debilidad corporal femenina y el sueño de un cuerpo metalizado.

El principal argumento de Theweleit, siguiendo a Margaret Mahler, se apoya en la teoría de la separación-individuación. Estos fueron hombres que no experimentaron el nacimiento psicológico, su desarrollo los dejó en un estado agonizante de simbiosis o fusión no lograda, desde el cual la diferenciación las relaciones objetales verdaderas no podían proceder. Ahora bien, esta construcción no corresponde exactamente con nuestra actual comprensión del desarrollo, que ha evolucionado desde los tiempos de Margaret Mahler, pero la descripción en la que basó las construcciones hipotéticas sigue siendo útil. Principalmente, el temor a la fragmentación y a perder toda cohesión individual, para lo cual tenemos una variedad de conceptualizaciones diferentes, emerge como el tema predominante. La fragmentación y temor a perder toda cohesión individual que expresaron estos hombres se entrelaza con sus nociones de los sexos: armadura y dureza masculina como la solución, la feminidad como extrema amenaza de autodisolución. En otras palabras, existe la concepción de una fuerza dura, fálica, que puede reconstituir el sí mismo que se fragmenta ante una variedad de insultos: pérdida, vergüenza, indefensión.

Mientras que la hipótesis Mahleriana apunta hacia la psicosis, lo que discierne Theweleit en estas memorias se describe más adecuadamente con teorías de trauma y perversión. La perversión es aquel extremo en la separación, el asesinato de la madre, decía Stoller. Pero este imaginario de asesinato (realizado o fantaseado) pude verse como representación tanto de la fusión como de la separación, la inmersión en el cuerpo del otro y la destrucción de ese cuerpo, proyección del sí-mismo-bebé dentro del otro y el uso del otro como contenedor, así como la furia contra este contenedor, como si uno jamás pudiera ingresar en él. La violencia fascista puede parecer construida por el niño que es excluido de la carpa protectora de la madre, que tuvo que suprimir su vulnerable necesidad de la madre – pero que también, como hemos visto, la igualmente vulnerable necesidad de identificación del padre. Alguna mezcla de estos elementos condujo a este niño a reemplazar su anhelo de calidez y sensualidad con dureza, dolor y rudeza. Acude a esta dureza, en alto grado, hacia la indefensa mujer que representa su sí-mismobebé, a través de la venganza por la traición. Por tanto, la dureza, rudeza y masculinidad tóxica van de la mano con el odio hacia lo femenino, lo afeminado, lo maternal, todo lo que debía negarse. En ocasiones la pareja femenina representa a esta madre negligente, a veces es una chica del vecindario quien representa este sí mismo vulnerable. A veces es con la finalidad de reinscribir la rudeza en comunión con otros hombres, a veces es la venganza solitaria por el dolor de ser desterrado del mundo de otros seres humanos.

Como punto importante para mi argumento, Theweleit su análisis para cuestionar la creencia popular de las teorías psicoanalíticas del edípico. Ninguno de sus casos, argumenta, apoya la idea de la violencia masculina basada en la falta de un padre,

de la autoridad paterna. Allá por la era de la postguerra, la idea de una “sociedad sin padre”, que se remontaba al análisis del fascismo de la escuela de Frankfurt y el anhelo de un líder fuerte, contaba con gran aceptación. Al igual que Theweleit, fui escéptica hacia esta forma de comprender el anhelo por un padre. Pero, como indiqué, y a este punto Theweleit prestó poca atención, el padre ausente juega un papel en esta historia. El temor a la vulnerabilidad y la proyección de esta vulnerabilidad hacia las mujeres se relaciona con el edípico negativo así como el preedípico en una representación menos convencional, donde se presenta el cada vez más prohibido anhelo de ternura y conexión con el cuerpo del padre. Se relacionan al cada vez más ocultos deseos homoeróticos del pequeño que desea acurrucarse con papi, no solamente con mami. El temor a ese anhelo, la necesidad de suprimirlo a toda costa y proyectarlo hacia el odiado marica, es una extensión más a fondo de esta historia que nos devuelve a lo que falta cuando el niño extraña a su padre.

Theweleit también describe los temores obsesivos que expresan los autores de los diarios al pantano, la sangre y la inundación – elementos notables en la vida fantasiosa de Donald Trump, quien ha hablado en todas partes sobre sangre saliendo de una mujer. No puedo afirmar que este análisis sea verdad para los perpetradores de violación y feminicidio. Pero ciertamente un efecto de la perpetración de la violencia contra las mujeres es que se convierten en una masa desorganizada de sangre y partes corporales, la manifestación de la disolución y la fragmentación, que tanto temen estos hombres. Así es que, mientras existe un deseo de venganza por la humillación más relacionado con el objeto, esta venganza se materializa en una forma que no solamente obliga a la mujer a encarnar la vulnerabilidad, sino que muchas veces la destroza literalmente.

Es de especial interés para mí el uso generalizado de la tortura por las milicias y la policía de seguridad de cualquier cantidad de regímenes represivos que aprovechan la oportunidad para materializar la rudeza corporal e invulnerabilidad mientras sujetan al otro a la experiencia de fragmentación corporal. En Chile, por ejemplo, se presentó la tortura generalizada de mujeres jóvenes, estudiantes, presuntas participantes de los placeres y sensualidad de la revolución sexual, lo que para mí confirma la idea de que todo el goce de la vida corporal debía ser extirpado, reemplazándolo con un poder perverso. Este poder está al servicio de proteger el orden del estado militar contra el caos y el peligro que representa al ego amenazado la experiencia o el deseo del placer corporal con otro ser humano.

Una última pieza en este complejo círculo, que solamente menciono ya que seguramente todos ustedes están familiarizados con ella, es la proyección de omnipotencia, el poder de la vida y la muerte, hacia la madre. Se relaciona con esto la sádica satisfacción de adquirir ese poder sobre la vida del otro y la muerte para uno mismo. Sin embargo, es conveniente mencionar que mientras más indefenso se siente el infante, más podrá experimentarse la madre como abrumadora, no solo en su fuerza sino en su debilidad. El temor de la identificación con la madre que ha sido subyugada o lastimada por el padre, cuya ansiedad y alarma el infante debe metabolizar, también juega un papel relevante en el odio hacia el cuerpo materno. Para comprender clínicamente la idea del padre como uno que, en las famosas palabras de Chasseguet-Smirgel “devuelve el golpe a la madre”, es necesario asimilar cómo la madre puede abrumar a través de la debilidad al igual que la fortaleza, la ansiedad al igual que la agresión – y el padre como figura de autoridad edípica puede aparecer como el salvador idealizado o el dominador temible. Instructivo en su contradicción, Chasseguet-Smirgel siguió la entonces prevaleciente teoría edípica al posicionar la necesaria represión del matriarcado por el patriarcado, que significa la necesidad de una ley paterna de separación – esto es, que la supresión del preedípico por el edípico es el único camino de diferenciación.

Pero, en un importante movimiento teórico que unió al feminismo con nuevas teorías del desarrollo infantil, nos percatamos de que la diferenciación no opera de esa forma. La separación, argumenté, no ocurre cuando el padre devuelve el golpe a la madre, sino cuando el padre, y después el infante, reconoce a la madre como un sujeto por su propio derecho. Por lo menos, siguiendo a Klein, necesitaríamos plantear que la diferenciación requiere que ambos progenitores (del sexo que sean) tengan relaciones de amor e identificación con sus hijos. Para visualizar la igualdad y una transformación de la relación entre los sexos necesitamos una visión redentora de la diferenciación, basada en la idea de reconocer al otro.

Parte III

Para cerrar, permítanme considerar algunas implicaciones de esta idea alternativa de fundar la diferencia en el reconocimiento del otro. Particularmente, consideremos las implicaciones, psicoanalíticas y feministas, de reflexionar sobre la resistencia a la violencia en el presente y, más generalmente, el final del dominio de género. Como he mencionado, comprender la separación como un proceso psíquico interno e intersubjetivo que involucra mirar al otro como un sujeto similar, un centro equivalente de sensibilidad y subjetividad, genera un cambio de perspectiva desde la idea tradicional de separación de un objeto estático. Parte de este giro incluye la comprensión del reconocimiento como un proceso de ida y vuelta que involucra diversos grados de mutualidad e interacción recíproca. Tristemente para mí, es necesario repetir lo obvio: que sin la experiencia de ser reconocido – como un centro de sentimiento separado, como un agente que tiene un impacto – el reconocimiento del otro ciertamente se verá seriamente perjudicado. Es claro que una variedad de procesos interfieren con el desarrollo de la capacidad de reconocimiento – algunos de ellos naturales e inevitables, otros terriblemente dañinos para el desarrollo personal. Mencionaré tan solo brevemente algunos obstáculos que ya conocemos.

La vergüenza y humillación del no reconocimiento del apego y anhelos de identificación del infante – los cuales pueden iniciar tempranamente – son problemas obvios con los que estamos familiarizados tanto clínica como socialmente. Por tanto, estamos conscientes de cómo la opresión social se replica en la opresión familiar. Sin embargo, como analistas enfatizamos particularmente cómo los esfuerzos de dominar al otro por medio de la violencia o la intimidación se relacionan con los movimientos proyectivos relacionados con la vulnerabilidad que acabamos de mencionar.

En el trabajo de Martha Bragin, interviniendo con excombatientes africanos, los comandantes revolucionarios y sus esposas, los hombres tuvieron la oportunidad de lamentarse por haber golpeado a sus mujeres. Hablaron de la exigencia de dureza por la autoridad masculina, el requisito de resistir o “beber sus lágrimas”. Las normas de fuerza masculina que aquí cito representan la supresión consciente de la vulnerabilidad. Pero el trabajo en grupo también reveló cómo en muchos casos la violencia en contra de las mujeres sucedía cuando la mujer evocaba una necesidad de ternura que los hombres no soportaban admitir, temible del modo que describen los autores de los diarios de Theweleit. La sola necesidad de ternura y aceptación les conducía a la proyección y el posterior impulso a golpear a sus esposas: Los hombres imaginaban a la esposa como necesitada de amor, lo que evocaba el recuerdo de sus propias necesidades infantiles. El ataque busca extirpar o asesinar esa necesidad dentro de ella. Cabe mencionar, nuevamente, cómo la posición femenina de ser un contenedor imaginario aparece en la propia descripción de los hombres.

Podríamos decir que la complejidad de la violencia asesina hacia las niñas involucra el doble movimiento que observamos anteriormente. La niña evoca esa figura de hija que materializa tanto la vulnerabilidad del pequeño niño bebé mientras que simultáneamente estimula un deseo que no puede satisfacerse – en muchos casos, la niña que va a la escuela, que tiene esperanzas, que aún no ha sido arruinada, representa lo que sienten que no pueden tener porque son unos perdedores. La posición hacia el otro conlleva aspectos contradictorios: ella representa tanto al infante débil y vulnerable como al objeto deseable que tiene el poder de tentar y frustrar. En esta forma de proyección, se culpa al objeto.

Puede haber ciertas diferencias en estos patrones entre la América del Norte y Latinoamérica, donde la exigencia de dureza no necesariamente acompaña a un ideal de separación e individuación. Se espera que el individuo masculino permanezca dentro y no separado del contexto familiar. La ley paterna no es una ley de separación de la dependencia, sino simple dominio y control sobre el objeto femenino. El reconocimiento del otro, de la diferencia, de la subjetividad y dignidad equivalente del otro, no es necesariamente un ideal.

Sin embargo, lo que se extiende entre el norte y el sur es el modo en que se valora la supervivencia del individuo en el principio imaginario que he denominado: “solo uno puede vivir”. Esto significa que solamente hay espacio para un solo sujeto con su objeto. El fascismo y las ideologías concurrentes del hombre guerrero y la supremacía masculina se basan en ese principio de que el otro debe morir para que uno viva.

En contraste, la posición básica de reconocimiento incluye el principio de que no es necesario que uno muera para que el otro viva. He sugerido que esta idea puede confrontarse mediante el principio de que “más de uno puede vivir” o “todos pueden vivir”. Debemos considerar esto como la ley materna, a veces concretada cuando las madres han establecido su derecho a proteger a sus hijos o conocen el destino de sus hijos perseguidos. Esto se traslapa con la idea de ley materna que define Juliette Mitchell en el contexto de la rivalidad entre hermanos, que permite que todos puedan vivir. Tanto la madre como el bebé, el hombre y la mujer, uno mismo y el otro, hermano y hermana.

Considerando todos los temas que he abordado, podemos llegar a ciertos postulados básicos en relación con la resistencia a la dominación de género, reconocimiento de la diferencia y respeto a la dignidad independientemente de la identidad o el estatus. ¿Existe una conclusión para el tema de cómo nos esforzamos por el reconocimiento y lo obtenemos? Como se ha observado en los contextos poscoloniales, cuando el sujeto dominante no te reconoce, esa negativa de reconocimiento es el signo de su falla, su temor, su falta de capacidad para aceptar la condición humana al enfrentar la muerte. El punto para las mujeres, en este caso, no es exigir el reconocimiento de la propia subjetividad sino exigir que el opresor admita (me parece que es la mejor palabra en español) dicha falla. Esto es, la exigencia es admitir y remediar la totalidad de la gama de resultados que produce esta falla, admitir el daño causado, la injusticia perpetrada. Parte de esta aceptación requiere enfrentar y admitir la vulnerabilidad y debilidad del sí mismo, que se ha descargado sobre el subyugado. Existe un reconocimiento de lo que el sí mismo masculino ha repudiado, y cómo la propia humanidad se pierde a través de ese repudio – como es el caso de los excombatientes que se percataron de haber perdido un cierto tipo de conexión con sus propios cuerpos y necesidades al ser duros.

Me interesa reflexionar acerca de las Mujeres exigiendo que la aceptación de la existencia de la violencia y la opresión por los hombres constituya una afirmación de subjetividad que, en efecto, proporcione una base diferente de reconocimiento. Esta afirmación es algo que he llamado “la diferencia que el Otro puede hacer”. Cuando nos organizamos conjuntamente para hacer la diferencia, para iniciar el cambio, hablando desde la posición de una conciencia e intención compartidas, para rechazar la cosificación, subordinación y violencia, no se busca una reversión, no se trata de un esfuerzo para subyugar al abusador. Puede verse como la institución de una forma de protección que abre un tercer espacio, uno que abre oportunidades de creatividad, afirmación de la legalidad y ser juntos testigos del trauma de la violencia. Vi la acción dramática en Las Tesis El Violador Eres Tú como algo importante porque materializaba todos esos elementos. En la afirmación del derecho a ser vulnerables sin ser atacadas, el derecho a permanecer seguras e ilesas en sus cuerpos sin la necesidad de ocultarlos, las mujeres se rehúsan a ser subyugadas. Están retirando su participación en el proceso de identificación proyectiva donde se convierten en el contenedor femenino. Al combatir la proyección dañina, se están negando a formar parte de la complementariedad generada por el repudio a la vulnerabilidad. Están negando el reconocimiento a la dureza y violencia masculinas como una contraparte legítima. Están reclamando algo que tanto el perpetrador como la víctima perdieron, con base mutua y solidaria sobre las relaciones laterales, el ser hermanas y hermanos. Esto corresponda a mi idea del Tercero, un mundo apegado a la legalidad donde todos pueden vivir.

Referencias.

[1] COWAP México agradece la traducción del original en inglés a Alonso Santamaría. traduccion@alonsosantamaria.com

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