La violencia en los hombres

(Comentario al trabajo de Jessica Benjamin)

Juan Vives

       Antes que nada, espero que tanto la doctora Jessica Benjamin como su familia estén con salud y a salvo de la pandemia de Covid19 que está asolando al mundo y, con particular severidad, al estado de Nueva York.

       La doctora Benjamin nos ofrece en panorama a vuelo de pájaro de algunas de las determinantes que inciden en la conformación de las diferencias entre hombres y mujeres, y algunas de las explicaciones que dichos problemas de género nos ayudan para entender un estado de cosas social que sigue determinando, aún en nuestros días, no sólo la hegemonía masculina, no sólo las diversas formas del machismo, sino también el fenómeno de la violencia tanto en lo familiar como en lo social así como la incidencia, lamentablemente creciente en el ámbito mexicano, de los asesinatos de mujeres por el sólo hecho de serlo.

       Y quisiera comenzar mi comentario con una muy pertinente pregunta, ¿existe alguna relación entre el patriarcado, como institución social, y el asesinato casi ritual de mujeres? Obviamente, parecería muy fácil contestar en el sentido positivo, sin embargo, el hecho de que el machismo sea prevalente en una determinada sociedad o que las estructuras de dominación masculina sean culturalmente la norma en determinadas culturas, no explica, en sí mismo, en hecho de los asesinatos. Matar a una mujer -o a un hombre- es un acto destructivo de significación suprema ya que implica una lucha en contra de los mandatos de un Superyó colectivo cuyo dictum: no matarás, se pierde en la noche de los tiempos. No importa que una cultura determinada gire alrededor de la dominancia de los hombres o de las mujeres -patriarcados o matriarcados- la interdicción de no matar es consustancial con el inicio de la sociedad y la cultura. Desde Tótem y tabú sabemos que dicha prohibición, luego de consumado el parricidio, inaugura las leyes sociales que prohíben matar.

       A partir de entonces sólo se matan a los enemigos. La mujer, entonces, ¿hay que considerarla como el enemigo, un enemigo tan peligroso que hay que controlar sometiéndola, maltratándola, negándole derechos elementales, incluso un ser al que hay que matar? Obviamente, esta es una consideración que va en el sentido opuesto a la concepción de Freud de la mujer como varón castrado o como “hombre defectuoso”. Para entender lo anterior, probablemente habría que remontarse a estadios muy previos al clásico Edípo: me refiero a la época misma del nacimiento y de la constitución del ser. Entendemos que el sujeto se constituye a través de la mirada del otro, casi específicamente, de la mirada de la madre. Por tanto, es la mujer, la madre, la que nos otorga el ser, la existencia como sujetos humanos, es la que nos ayuda a existir a pesar de nuestra indefensión originaria, la que nos ofrece su fortaleza y madurez para superar condiciones que el bebé, dada su prematurez, jamás podría enfrentar por sí mismo. La madre complementa a su bebé, pero también se complementa con él. La madre es, en este sentido, el poder -y sabemos la íntima relación entre poder e instintos de muerte. De ahí que todas las viejas mitologías del mundo hablen de la madre como un ser un tanto siniestro, dadora de vida o de muerte. Es ella la que determina, en última instancia, si accedemos a la vida, a la sociedad y la cultura, o no. En México, basta ver ese prodigio del arte azteca que da figuración a la diosa madre: la Coatlicue, con su faldellín de serpientes y cuya cabeza es la conjunción de dos serpientes, para darnos cuenta de este elemento siniestro… y de que lo fálico se inicia en la madre primordial -mito ancestral muy acorde con aquel pequeña contribución de Freud en La cabeza de Medusa. Mucho antes de la posibilidad de ser hombre o mujer, está la simple cuestión del ser, del existir. Pero también estamos hablando de la muy importante experiencia de sentirse aceptado y amado, deseado como hijo o hija, como ser humano advenido al mundo. No sentirse deseado por los padres, es una de las experiencias más devastadoras que un ser humano puede experimentar y lo marcarán por toda la vida. Como podemos ver se trata de algo que nos constituye como sujetos y esto no lo otorga el padre a través de su acción, muy posterior ontogénicamente, para que el hijo o hija se independicen de la madre.

       Una cuestión distinta, pero complementaria de la anterior, tiene que ver con el sentido o el fin último, a ojos de la madre, de este otorgamiento del ser. Creo que es aquí donde la inclusión de la perspectiva narcisista en la obra de Freud resulta de una pertinencia definitiva, dado que sabemos que la simbiosis biológica que hubo durante el embarazo, se continúa con una simbiosis psicológica en la que el narcisismo materno se juega en toda su significatividad. Sólo con la superación de esta fase ontogénica, será posible el proceso de separaciónindividuación establecido por Margaret Mahler, superación nada fácil y que contará con el concurso de las acciones del padre. Desde nuestra perspectiva, no es posible que alguien se constituya como sujeto si no ha podido culminar con más o menos éxito la separación de esta fase simbiotizante -ese “periodo excesivamente incluyente” con la madre, como le llama Irene Fast. Por cierto, no pensamos que el padre que ayuda al infante en su individuación esté “devolviendo el golpe a la madre” -como lo hace Chasseguet-Smirgel- , sino que está ejerciendo una función que no tiene nada que ver con el repudio de la mujer. Cuando este proceso no se lleva a cabo con más o menos adecuación, lo que vemos en la clínica es una clara manifestación de lo que, desde Balint, conocemos como la falla básica, las teorías sobre la carencia, más que las teorizaciones mahlerianas en torno de las psicosis y las actuales conceptualizaciones que tienen que ver con las teorías del trauma y la perversión,. Estamos hablando de fallas en la función parental. Muchos de los cuadros psicopatológicos que vemos en la actualidad, tienen estas características de carencias en el desarrollo pregenital, en otras palabras, el conflicto es previo, con mucho, al famoso periodo edípico, situación que ya intuía con perspicacia el gran Karl Abraham. Estamos en el terreno del paso, en ocasiones muy problemático, del narcisismo primario al secundario, desde el Yo Ideal en el que la madre es el todo, al Ideal del Yo que se erige por identificación con el padre (en el caso del niño, por supuesto). Antes que nada un sujeto debe diferenciarse del todo-madre del cual ha emergido. Por tanto, la primera distinción que se establece es entre el Yo y el no-Yo. Lo que resulta un tema polémico y que ameritaría discutirse con el tiempo que requiere, es la afirmación de que esta intervención paterna implica “la eliminación de la subjetividad del otro femenino”, como dice Benjamin, lo que habría que analizar cuidadosamente.

       Es claro que estos procesos ocurren siempre en la interacción con el otro significativo -y con los otros significativos- , de hecho, son procesos imposibles de conceptualizar lejos de una perspectiva interaccional, en la relación de dos sujetos independientemente de la asimetría entre la madre y su infante. En estricto sentido, es esta perspectiva interaccional y debido a la relevancia de la interacción con el otro, por lo que podemos pensar en los procesos que no cursan por los cauces tradicionales. Solo desde la intersubjetividad estaremos en condiciones de saber cómo es que se constituye una identidad psicosexual, una identidad de género; cómo es que un sujeto, más allá de sus proceso de identificación, puede tener elecciones objetales diversas y variopintas, mucho más allá de los sistemas un tanto encorsetados con los que solía entenderse el problema de la homosexualidad, el travestismo, el transgénero y los problemas de difusión de la identidad tan estudiados por los teóricos de las patologías borderline y narcisistas.

       De hecho, en el caso de los varones, las fallas en el Edipo negativo (situación que Benjamin enfatiza), la imposibilidad de amar al padre e identificarse adecuadamente con él, compromete el establecimiento de una adecuada elección del objeto sexual, de ahí la muy frecuente homosexualidad latente o inconsciente, dado que la fase de amor homosexual por el padre no pudo culminarse y quedó como una suerte de asignatura pendiente. El resultado es que el sujeto insiste en tener al padre dado que no pudo llegar a ser como él. Y la homosexualidad, sea manifiesta o inconsciente (al menos en una de sus formas), implica la necesidad de culminar adecuadamente el amor hacia el padre y, por tanto, un repudio de la figura femenina vivida como amenazante, dado que el sujeto no ha tenido la oportunidad cabal de diferenciarse de ella gracias a su nueva identificación con el padre. Esta falla promueve que la madre se viva como amenazante dada la tendencia a fundirse y confundirse con ella. La “dureza, rudeza y masculinidad tóxica” de la que nos habla Jessica Benjamin es una formación reactiva masculina defensiva en un sujeto que quien no ha podido constituirse como hombre y adopta una suerte de ruda caricatura como su sustituto. Creo que lejos de considerar a la mujer, como afirma Benjamin, como “una masa desorganizada de sangre y partes corporales, la manifestación de la disolución y la fragmentación, que tanto temen estos hombres”, las mujeres resultan seres amenazantes por su capacidad de incorporación de los hombres que no han podido llegar a constituirse cabalmente como tales. En la clínica vemos pacientes que no puede penetra a la mujer en virtud de una fantasía en la que se ven engolfados por ella. El repudio a la fantasía de incorporación y el deseo a la penetración van de la mano. Repudio y deseo son, en estos casos, caras de la misma moneda.

       De la misma forma, tenemos que avanzar en el entendimiento de que el individuo está lejos de ser eso: un ser indiviso; por el contrario, contiene dentro de la estructura del sí mismo -de su self- múltiples facetas (a veces no integradas armónicamente) que pueden entrar en acción en diversos momentos de su interjuego con los demás.

       Una vez establecida la mismidad (self) como sujeto distinto del resto, empezará la discriminación entre un género y otro. Hay que empezar por entender que la masculinidad y la feminidad no son categorías excluyentes: son descripciones o representaciones de formas del ser. Siguiendo la grafía de la autora, Y es la representación de la masculinidad, y X de la feminidad. Decir que un hombre es hombre en tanto no es una mujer, sería tanto como decir que es un hombre en tanto no es un árbol o una ardilla. Y lo mismo vale para las mujeres. Y=no-X; X=no-Y es una forma de forzar y perpetuar ese binarismo tan criticado. Si Freud calificó a la mujer como un no-hombre, esto tiene que ver con su problemática personal -y con la problemática personal de quienes le han seguido sometiéndose a sus escritos, leídos talmúdicamente, en vez de instaurar un pensamiento crítico, como corresponde a cualquier disciplina que se precie de científica. Como muy bien nos dice Benjamin, la cuestión no se soluciona revirtiendo el problema y caracterizando al hombre como una no-madre. Esta es una buena manera de perpetuar una ideología un tanto estrábica.

       Entre otras cosas, pienso que no podemos quedarnos en la pura crítica de Freud y entendemos que el “odioso binarismo” entre tener o no tener (frase muy acorde con el to be or not to be shakespereano, bardo muy apreciado por Freud), es un binarismo necesitado de una adecuada actualización por conceptos distintos: tener pene o tener vagina, that is the question; de la misma forma, asumir que la mujer recibe el pene no implica una posición de pasividad, sino una forma de receptividad muy activa, si se me permite incluir esta aparente paradoja. Persistir empecinadamente en las argumentaciones en contra de conceptos freudianos ya muy superados, ya no resulta útil. Tener o no tener -el falo- no es determinante de las diferencias entre sujeto y objeto, es una calificación que condena a las mujeres a una situación de “hombres incompletos” o de “hombres defectuosos”, pero sujetos después de todo. La situación que si determina que, en una relación, unos sean sujetos y los otros objetos, tiene que ver con una dinámica que necesita establecer una asimetría en las relaciones, como ha ocurrido en las relaciones hombre/mujer, pero también con la dinámica empleador/empleado; incluso lo vemos en el binomio maestro/alumno. La lucha del feminismo de todos los tiempos ha sido en contra de esta condena y pretende -con toda razón- revertir este estado de cosas para protestar en contra de dicha asimetría e incluir a las mujeres como sujetos participantes en dicha relación hombre/mujer en igualdad de condiciones.

       Como puede verse, se trata de puntos de vista muy alejados de la postura de Lacán y de muchos lacanianos en su énfasis por la primacía del falo hasta declarar la inexistencia de las mujeres, en un retorno a Freud más ideologizado que crítico y que promueve un tipo de lectura que le hace un flaco favor al descubridor de nuestra disciplina al proponer un sometimiento a la letra y no permitir el avance de una disciplina tan rica y generosa como es el psicoanálisis. En relación a lo anterior, me parece muy pertinente la rectificación que hace la autora al “poner a Freud de cabeza y mostrar que las niñas deseaban al padre, y por tanto al pene, más que desear un pene y acudir al padre para obtenerlo.”

       Otra de las categorías a discusión tiene que ver con la distinción entre ser mujer y ser madre, de la misma forma que podemos distinguir entre ser hombre y ser padre. El que las instituciones culturales de nuestras sociedades occidentales promovieran la ideología de que la mujer “se realiza” con la maternidad y el hombre con el trabajo, es una de las consideraciones ideológicas por las que el feminismo lucha, pero también el pensamiento posmoderno de muchas de nuestras sociedades actuales. Mater semper certa est, es la cita latina de viejo abolengo que ha sustentado esta ideología y ha promovido los monumentos a la madre, el día de la madre, etc., pero que también han propiciado la continuidad de una ideología que, en nuestras sociedades occidentales, castiga a las mujeres destinándolas a la maternidad y la crianza de los hijos, negándoles el resto de sus derechos como sujetos.

       En este punto y a propósito de los trabajos de Stoller y Chodorow, vale la pena entender la distinción entre la identidad psicosexual y la elección de objeto sexual. La primera tiene que ver con un proceso de auto-percepción en el self, en la que nos sentimos subjetivamente hombres o mujeres… o alguna otra entidad más o menos metafísica. Este proceso tiene que ver con la identificación y amor con el progenitor del mismo sexo. El niño, antes de entrar en el Edipo clásico, admira y quiere a su padre y desea ser como él. El resultado es que se identifica con su padre y, de esta forma, deviene hombre. La niña admira y quiere a su madre y desea ser como ella, y el resultado es que se identifica con ella y se construye como mujer. El problema es que esta evolución aparentemente tan sencilla es distinta en los hombres y en las mujeres, ya que todos los bebés tienen su primera relación y figura de identificación con su madre (o figura con conducta maternal) y, por tanto, una identificación femenina. Recordemos que el propio Freud calificó que en esta primerísima forma de interacción con el objeto, relación es idéntica a identificación. De ahí que, antes de entrar en el Edipo clásico, los niños deberán abandonar esta primera identificación con la madre, para -en el llamado Edipo negativo- identificarse con su padre y devenir varones, gracias a lo cual pueden entrar ya en el Edipo clásico y enfrentar al padre como rival. En el caso de la niña, ella no tendrá que abandonar ninguna identificación previa y, por el contrario, proseguir su proceso de identificación femenina. En el caso de la elección de objeto sexual, las cosas suceden al revés. El niño tiene su primera relación de objeto con la madre, es decir, una elección heterosexual y, una vez identificado con el padre, podrá perseverar en su elección de objeto original. Por el contrario, la niña, cuya primera relación de objeto fue la madre, elección homosexual de objeto, una vez ha pasado el proceso de identificación con su progenitora tendrá que cambiar su elección objetal por un objeto heterosexual, el padre. Pensamos, con Stoller que es cierto que el varón debe abandonar su identificación previa femenina, es decir, con su madre, para consolidar una identificación como varón, y que este proceso no ocurre en el caso de la niña.

       El que un niño sintiéndose varón elija a varones como objetos sexuales o una niña, sintiéndose mujer, elija mujeres como objetos sexuales tendrá que ver con otras vicisitudes habidas en el transcurso del complejo de Edipo completo, es decir, tanto negativo como positivo. Pero, en estos momentos, el problema de la homosexualidad y otras modalidades de elección objetal no estema de relevancia.

       Benjamin hace una cuidadosa disección del famoso complejo de Edipo freudiano, paradigma explicativo de las neurosis. En este sentido, me permito recordar que el Superyó, en la teoría freudiana clásica, es el heredero del complejo de Edipo: la interdicción del incesto con la madre y la prohibición de matar al padre es su resultado directo. Desde las teorías de Freud, lo mismo ocurre con la mujer a la que se le prohíbe la relación erótica con el padre y no puede matar a su madre. Pero más allá de Freud, M. Klein nos enseñó que las primeras prohibiciones, conformadoras del ulterior Superyó, se inician con las prohibiciones maternas: no muerdas el pezón, es la primera prohibición superyóica impartida por la madre; no puedes defecar u orinarte fuera del lugar adecuado, son otras de las ordenanzas maternas previas a todas luces de cualquier intervención paterna. Incluso, como lo demuestra el caso del pequeño Hans de Freud, la amenaza de castración que el pequeño recibe, puede provenir de la madre.

       Con relación a los aspectos sociales y familiares de la violencia, en Latinoamérica lo que advertimos es la existencia de un enorme número de familias uniparentales en las que el padre -es lo más frecuente, pero no el único caso- está ausente. Se trata de familias en las que las funciones maternas y las paternas son ejercidas por la misma persona, con las repercusiones formativas o deformadoras que dicha situación conlleva. Al mismo tiempo, y quizás por las mismas razones, son familias en las que suelen haber ciertas formas de estructura aglutinada -las madres, más sus hermanas y las abuelas, micro-sociedades matriarcales- que limitan las posibilidades de la individuación. En estas circunstancias, es la madre la que determina e imparte una ideología machista, de supremacía masculina y subordinación de la mujer. Esto nos remite al problema de la transmisión transgeneracional tanto de las estructuras psíquicas como de las ideologías concomitantes. Aquí probablemente las aportaciones de Franz Fanon y de A. Memmi en relación al proceso de identificación del colonizado con su colonizador nos puedan aportan elementos valiosos en el entendimiento de este proceso.

       Por su parte, la idea de que “sólo uno puede vivir” me recuerda la dinámica de la horda primitiva que Freud, basándose en su muy admirado Charles Darwin, postuló. El mundo sólo era del macho dominante, los demás o se sometían o eran asesinados. Pero también Tótem y tabú nos recordó que la superación de este tipo de dinámica es, justamente, lo que inauguró a la sociedad y la cultura; fue la ley de los hermanos la que creo las instituciones que hicieron posible la convivencia y que “muchos pudieran vivir”.

       Por lo que toca al problema de la tortura ejercida por las policías y ejércitos de todo el mundo tienen, sólo mencionaré muy rápidamente que se trata de motivaciones que no tienen que ver con la rabia o con la agresión como resultado de la defensa de la propia vida o patrimonio, más bien tiene su fundamento en dinámica del poder -los instintos de muerte- y con el hecho de que la agresión es una fuerza instintiva, que a diferencia de los instintos sexuales, no se colma, no alcanza nunca su plena satisfacción; de ahí la necesidad de maltratar, someter y vejar, una y otra vez, al vencido e indefenso.

       Mi ilusión es que en los problemas derivados de la dominancia masculina y subordinación femenina el psicoanálisis puede aportar un ángulo de visión que puede resultar útil y valioso, sin embargo, en la lucha social que pretende terminar o paliar este estado de cosas, son el trabajador social, las autoridades que tienen que ver con los derechos humanos, las ordenanzas que marcan las reglas de la civilidad entre hombres y mujeres las que tienen la palabra… a menos que seas psicoanalista y feminista al mismo tiempo.

       Al final y luego de lamentar la premura con la que tuve que hacer este comentario, tengo que agradecer el honor de debatir sobre este escrito, aunque he tenido que dejar de lado aspectos muy importantes en los que me hubiera gustado profundizar y discutir los múltiples temas que Jessica Benjamin expone en su escrito, un trabajo que merecería un comentario más completo e incisivo que el que he podido hacer en esta oportunidad.

Muchas gracias.

APM
 
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