La Organización Mundial de la Salud (OMS) se refiere a la violencia colectiva, cuando esta es usada como instrumento por parte de personas que se identifican así mismas como miembros de un grupo (ya sea transitorio o con una identidad más permanente) contra otro grupo o conjunto de individuos, para lograr objetivos políticos, económicos o sociales. Tal definición incluye las guerras, el terrorismo y la violencia perpetrada por el Estado: la represión, la tortura, la desaparición de personas o el genocidio. También incluye a la violencia infligida por actos de odio (contra la diversidad sexual, por ejemplo) o por afanes de lucro y otras formas de violación a los derechos humanos. Nuestro país, lamentablemente, cumple con muchos de estos criterios, entre los que destaca la agresión a periodistas, como grupo particularmente vulnerable. Decir que en México padecemos de violencia colectiva es una categoría diagnóstica.
Según cifras oficiales el año pasado hubo del orden de 1,400 secuestros y cerca de cinco mil extorsiones. Del año 2006 a la fecha el saldo es de más de 200 mil muertos y 28 mil desaparecidos. (The Guardian 08/12/16). Las tendencias en los indicadores de la violencia en lo que va de este año son preocupantes. De seguir así superará al 2011, dicen los expertos. Puede ser el más violento de los últimos diez años. Las muertes por homicidios, que habían bajado, volvieron a repuntar. La propia OMS señala que cuando el índice de homicidios supera a las 10 muertes por cada 100 mil habitantes es lícito considerar el problema como epidemia. En México, el índice es de por lo menos 16 por 100 mil, conservadoramente.
El impacto que todo ello ha tenido en la salud pública y en la salud mental es muy serio. Diversos estudios epidemiológicos (Lozano, R. Violencia y salud en México, 2015) muestran que en la esperanza de vida de los varones en México se ha perdido casi un año, como consecuencia de las muertes violentas en hombres jóvenes. La esperanza de vida no es una medida de riesgo individual sino un promedio. En todo caso, las cifras aludidas son parte de los saldos permanentes que ha dejado la absurda guerra contra las drogas la cual, a todas luces, vamos perdiendo.
En la esfera de la salud mental, el recuento de daños (aunque preliminar) no es nada alentador. El proyecto “Redes para la vida” que auspician conjuntamente la UNAM, el Instituto Nacional de Psiquiatría y la Fundación Gonzalo Río Arronte, con el apoyo de las autoridades de salud, tanto locales como federales, en una comunidad del estado de Guerrero azotada por la violencia, muestra un aumento de trastornos emocionales tales como la depresión, el estrés postraumático, el alcoholismo y la violencia sexual, así como la desintegración del tejido social, la desaparición de espacios comunitarios para la convivencia y la ansiedad permanente frente a la amenaza continua. Sume usted a ello la pobreza, la falta de programas sociales focalizados y de personal capacitado para brindar el más elemental apoyo psicológico, y empezará a entender lo que realmente significa padecer la violencia colectiva en desamparo.
Estos y otros temas se abordaron en el “Foro Nacional sobre Salud Mental e Intervenciones Psicosociales en Contextos de Violencia” organizado hace unos días en el Instituto Nacional de Psiquiatría por Médicos Sin Fronteras, organización que obtuvo el Premio Nobel de la Paz en 1999. Participaron especialistas del sector salud, académicos de varias universidades y representantes de diversas organizaciones e instituciones de la sociedad. Y no, no fue un foro de denuncia aunque claro, las hubo. Fue un foro de análisis, de reflexión, de discusión abierta y de propuestas, porque de eso se trataba: de hablar de las heridas, de sus orígenes y de sus consecuencias. De cómo prevenirlas. Pasar del caso a la causa. Hablar de heridas que están a la vista de todos, por más que los responsables de infligirlas se empeñen en hacerlas invisibles y sus cómplices, en negarlas o minimizarlas.
El silencio es el principal aliado de la impunidad. Propicia que las amenazas se cumplan. No se queden callados, les dijo la canciller alemana Angela Merkel, a los periodistas y representantes de ONGs que se reunieron con ella hace algunos días en la Ciudad de México. Lamentablemente el silencio subsiste, con más frecuencia que lo deseable. Tal es el caso de la violencia sexual. Esta es la experiencia violenta que más síntomas postraumáticos causa. Más que las experiencias de guerra o de otras formas de violencia física: 46% de mujeres de 15 años o más han sufrido violencia de pareja; otro 7% han tenido relaciones sexuales sin su consentimiento. Son algunas de las cifras que nos compartió María Elena Medina Mora, investigadora reconocida internacionalmente por sus aportaciones a la epidemiología de los trastornos mentales y consultora de la OMS.
La salud mental y los derechos humanos van de la mano. Son indisociables. Las secuelas más graves de la violación a los derechos humanos quedan en la esfera de la salud mental, de los agraviados y de sus familiares. ¿Qué vamos a hacer con los 4 mil quinientos huérfanos y las más de 2 mil viudas que hay en Tierra Caliente? preguntó hace poco el líder de las autodefensas michoacanas, el Dr. José Manuel Mireles a Emilio Álvarez Icaza, quien fuera Secretario Ejecutivo de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH). ¿Quién se ocupa de ellos y de otras decenas de miles de víctimas que están en situaciones similares?
La respuesta del Estado frente a la violencia no puede limitarse a la militarización territorial. La más legítima de todas las fuerzas de las que dispone el Estado democrático es su fuerza social. Por eso tienen pertinencia proyectos como el de “Redes para la vida” o los que impulsan Médicos sin Fronteras y otras organizaciones sociales o colectivos de familiares y amigos de víctimas, que buscan sanar sus heridas de la mejor manera posible. Urge desarrollar modelos de atención a la salud mental para quienes han sufrido la violencia y han quedado con secuelas. Sobre todo en esas comunidades, las más desamparadas. Porque es ahí es donde están los saldos más cruentos, más traumáticos de la violencia colectiva. Por cierto, que Álvarez Icaza, hombre íntegro, congruente con sus convicciones, comprometido a cabalidad con los derechos humanos, nos comentó también que cuando estuvo en Washington, el 40% de los asuntos que llegaban a la CIDH provenían de México. El otro 60% se repartía entre los otros 34 países miembros de la OEA, cuya Asamblea empieza precisamente hoy en Cancún, donde han ocurrido recientemente expresiones contundentes de esa violencia colectiva. Seguramente estará blindada estos días (como debe ser) por aire, mar y tierra.
En el modelo de salud pública de la OMS, se reconocen algunos factores de riesgo para que ocurra un fenómeno de violencia colectiva. De entre ellos destacan: los cambios demográficos rápidos, la instigación al fanatismo por razones étnicas, religiosas o de género, la desigualdad entre grupos, el control en la producción o comercialización de drogas por alguno(s) de ellos, la distribución excesivamente desigual de los recursos, el acceso desigual a los mismos, la ausencia de procesos democráticos y el acceso desigual al poder. ¿Cree usted que alguno o algunos de estos factores pudieran estar presentes en nuestro país?
Ex Secretario de Salud