BUSCANDO LO IMPOSIBLE

EL PAPEL DE LA LECTOESCRITURA EN LA TRANSMISIÓN DE LA EXPERIENCIA PSICOANALÍTICA *

Juan Tubert-Oklander**

En esta presentación, dedicada al problema de la transmisión de la experiencia psicoanalítica, sea ella a través de la palabra hablada o escrita, o de otras prácticas formativas, comenzaré por definir mi propia concepción del psicoanálisis, en la que se basa mi posición al respecto.

La situación psicoanalítica, tal como fuera creada por Freud, fue algo totalmente novedoso en la historia de la Humanidad. Nunca antes había existido algo comparable a esa particular forma de relación y diálogo entre dos seres humanos que se aíslan del resto de la comunidad, con el fin de realizar una indagación profunda de la vida interior de una de ellas.

Esta situación inédita generó un peculiar tipo de experiencia compartida, propia del psicoanálisis, a la que denominamos la experiencia analítica. En el consultorio de Freud (y posteriormente en los de las sucesivas generaciones de analistas) comenzaron a suceder cosas extrañas, contrarias a todas las expectativas razonables, y él se dedicó a identificarlas, definirlas, ponerles nombre y crear teorías que pretendían explicarlas, labor que continuaría con las indagaciones y esfuerzos de todos los psicoanalistas que habrían de venir. Así surgieron sucesivas observaciones, conceptos y términos, tales como resistencia, transferencia, contratransferencia, acting-out, elaboración y, más recientemente, vínculo, enactment, mutualidad, campo y otros. Así ha continuado desarrollándose la experiencia acumulada de nuestra comunidad profesional y las múltiples teorías que se han ido proponiendo para dar cuenta de ella.

Pero el punto de partida y de llegada ineludible de toda reflexión, interpretación y teorización psicoanalíticas es la experiencia analítica. Ella constituye nuestro principio de realidad (Freud, 1911b), el faro que nos guía a través de las tinieblas de la azarosa investigación de lo inconsciente. Es, como lo sostuvieran Ferenczi y Rank en 1923, en su libro El desarrollo del psicoanálisis, el único factor de convicción del que disponemos respecto de los hallazgos habidos en un tratamiento psicoanalítico. Y, dado que se trata de una experiencia compartida por analista y paciente por igual, ello les brinda certidumbre respecto de lo que juntos han encontrado e interpretado.

Es frecuente que se piense a la experiencia analítica como si se tratara de una experiencia exclusivamente emocional, pero esto no es así. La experiencia analítica es una experiencia vivencial total, que abarca e incluye las tres dimensiones de la vida mental: la emoción, la cognición y la conación. Es indudable que la emoción es uno de los ejes de la relación y la experiencia psicoanalíticas, y éste es nuestro concepto de la transferencia-contratransferencia. Pero en el psicoanálisis no sólo se siente, también se habla, y el diálogo analítico, al servicio del desarrollo del conocimiento constituye su segundo eje.

El tercer eje es la conación, es decir, la acción. Sabemos que el encuadre psicoanalítico tradicional tiene por premisa la suspensión de la acción motora (de allí el uso del diván), pero ésta no es la única forma de acción. El lenguaje también es acción, como lo señalara Freud en su artículo de 1890, llamado “Psicoterapia (tratamiento por el espíritu)”. Con ello se refiere al hecho de que las palabras emitidas tienen una poderosa influencia directa sobre el interlocutor. Y no sólo las palabras, sino los gestos, tonos de voz, movimientos y la totalidad del lenguaje no verbal, por medio de los cuales los seres humanos nos influimos los unos a los otros, aun cuando no nos estemos viendo. Y, dado que la mayor parte de dicha influencia es inconsciente, debe necesariamente ser objeto de la indagación y el diálogo psicoanalíticos.

Por lo tanto, la experiencia analítica es sumamente compleja, ya que sigue el curso de la “Trenza Dorada” formada por la emoción, el conocimiento y la acción (Tubert-Oklander, 2013a). En consecuencia, al igual que toda otra experiencia vivida (y tal vez aún más en este caso), es prácticamente imposible de describir y extraordinariamente difícil de compartir, como bien lo saben los poetas.

Éste es un problema que ha estado con nosotros desde los comienzos mismos del psicoanálisis. Ya en 1895, en los Estudios sobre la histeria, Freud tomó nota de esta dificultad, que lo obligaba a utilizar en la presentación de sus casos un estilo más literario que científico. Estas son sus palabras:

A mí mismo me causa singular impresión el comprobar que mis historiales clínicos carecen, por decirlo así, del severo sello científico, y presentan más bien un aspecto literario. Pero me consuelo pensando que este resultado depende por completo de la naturaleza del objeto y no de mis preferencias personales [Freud 1895d, p. 124].

Es llamativo que Freud haya sentido la necesidad de disculparse por estar haciendo aquello que mejor hacía: realizar investigación clínica de los asuntos humanos. En ello vemos el impacto de un valor fundamental de su ideal del yo, que es su especial valoración de la ciencia natural, que lo llevó a creer (y a desear) que el psicoanálisis ganara su lugar en este campo (Freud, 1933; Hernández Hernández, 2010; Tubert-Oklander, 2013b; Tubert-Oklander y Beuchot Puente, 2008). En ello pienso que estaba equivocado. Pero también reconoció aquí el muy especial carácter de sus descubrimientos, que se ubicaban mucho más cerca de las Humanidades y de la literatura, que de la biología y la física que él tanto quería.

La dificultad de poner en palabras la inefable experiencia analítica está directamente relacionada con uno de nuestros mayores problemas, que es cómo compartir, explicar y transmitir el psicoanálisis. Porque, si todo el edificio de nuestra teoría se apoya sobre el sólido cimiento que le brinda la experiencia analítica ¿cómo podremos hacer comprender de qué se trata eso que hacemos y por qué pensamos lo que pensamos a quienes no han estado nunca en un tratamiento psicoanalítico? La respuesta que solemos dar a quienes nos preguntan lo que pasa en nuestros tratamientos —decirles “Si quiere saberlo ¿por qué no entra a análisis?”— es indudablemente cierta, pero insatisfactoria. A todas luces, necesitamos algo mejor.

Por otra parte, esta dificultad tiene impacto sobre otros dos problemas que nos tocan muy de cerca: la formación de nuevas generaciones de psicoanalistas y la comunicación entre colegas. No cabe duda de que un estudiante de psicoanálisis necesita entender, no sólo intelectual, sino también experiencialmente, cuál es el fundamento de lo que está estudiando. Pero esto no puede lograrse sólo a partir de las lecturas teóricas, que resultan huecas sin la referencia a su origen en la experiencia analítica. Es por eso que hemos exigido, desde aquel primer instituto psicoanalítico, de corta vida, fundado por Ferenczi en Budapest en 1919, que todo analista en formación viva la experiencia de ser paciente en un tratamiento analítico.

Pero la institucionalización del análisis de formación, si bien indispensable, tampoco es suficiente. No podemos ni debemos renunciar al uso de la palabra hablada y escrita para intentar compartir nuestras experiencias vividas en la situación clínica y la especial naturaleza de ese extraño proceso que llamamos “psicoanálisis”. Así lo escribió Wilfred Bion, en la introducción a su fundamental libro Aprendiendo de la experiencia:

Tengo una experiencia que deseo registrar, pero tengo dudas respecto de cómo comunicarla a los demás. Por algún tiempo pensé en concentrarme en el análisis de candidatos. No dudo que los psicoanalistas tienen razón al pensar que éste es el único método efectivo de transmitir la experiencia analítica con que contamos en la actualidad; pero limitar nuestros esfuerzos a esta sola actividad huele a culto esotérico. Por otra parte, la publicación de un libro como éste puede parecer prematura. No obstante, creo que puede ser posible dar alguna idea del mundo que revela el intento de comprender nuestra comprensión. Si el lector se siente estimulado para ir más allá, se ha cumplido el objetivo de este libro [Bion, 1962, p. v, mi traducción].

Aquí el autor nos habla de la posibilidad de compartir algo de la experiencia analítica a través de un texto escrito. En este caso, no se refiere a los aspectos emocionales y relacionales sino a la experiencia de este muy especial diálogo que busca el conocimiento a través de la interpretación —lo que él llama “comprender nuestra comprensión”—. Y esto lo logra, no a través de un intento de describir dicho diálogo, sino recurriendo al expediente de recrearlo a través del diálogo que se establece entre el autor, el texto y el lector. Así logra hacer vivir a este último algo del sabor de lo que se da en un análisis. Además, confía en que esta experiencia induzca al lector a ir más allá de lo que está dicho en el libro, es decir, que estimule su propio pensamiento, en vez de repetir el de otro, de la misma manera en que el psicoanálisis invita al paciente a no limitarse a aceptar y repetir las interpretaciones del analista, sino que vaya más allá de ellas, formulando las propias, a través del diálogo interpretativo que allí se da.

Esta propuesta de Bion está en consonancia con su dictum de que “En la metodología psicoanalítica el criterio definitorio no puede ser el que una expresión determinada sea correcta o incorrecta, significativa o verificable, sino el que promueva o no el desarrollo” (op. cit., p. vii, mi traducción).

En otras palabras, los textos psicoanalíticos no pueden leerse como cualquier otro texto, sino que deben leerse psicoanalíticamente, es decir, de la misma manera en que escuchamos a un paciente o en la que, cuando estamos en tratamiento, recibimos, interpretamos y procesamos las interpretaciones de nuestro analista. Y esto es también válido para los escritos teóricos. La interpretación de un texto es siempre, necesariamente, un proceso dialógico (Beuchot, 1997; Tubert-Oklander, 2009a) y ello es aún más cierto en el caso de los textos psicoanalíticos.

Escribir y leer el psicoanálisis plantea, entonces, dificultades comparables a las que enfrentan un poeta o un lector de poesía. El poeta tiene una experiencia vivida que quiere compartir, pero sabe, fuera de toda duda, que el lenguaje cotidiano es lastimosamente inadecuado para ello. El lenguaje común y objetivo ha sido hecho para referirse a las cosas, por medio de enunciados como “El año tiene doce meses”, “El perro está ladrando”, “Pásame la sal”, “Todo cuerpo persevera en su estado de reposo o movimiento rectilíneo uniforme, a no ser que sea obligado a cambiar su estado por fuerzas que actúen sobre él”, “La sesión psicoanalítica dura 45 o 50 minutos” o “El paciente repite para no recordar”. Pero este mismo lenguaje no funciona cuando lo que pretendemos es transmitir y hacer comprender una experiencia vivencial.

La solución que han encontrado los poetas consiste en exasperar el uso del lenguaje más allá de sus límites, violentando la lógica, la sintaxis y la objetividad, transformando a la expresión verbal en una saeta, dirigida al centro mismo del corazón del interlocutor, donde ha de generar una nueva experiencia vivencial. En otras palabras, el poeta no puede hablar en forma clara y precisa de su experiencia subjetiva, porque el lenguaje corriente (que es también el de la ciencia) no está hecho para eso, pero sí puede crear un lenguaje especial, a todas luces incorrecto, al que llamamos “lenguaje poético”, que logre inducir en el receptor una experiencia interna comparable a aquella que pretende compartir (Tubert-Oklander, 1993; Hernández Hernández y Tubert-Oklander, 1994).

Lo mismo ocurre en una sesión analítica. El paciente tiene la necesidad vital de que sus vivencias sean comprendidas por su analista, pero se ve imposibilitado de hablar de ellas. Por lo tanto, lo que hace inconscientemente es hablar de otras cosas, que puedan funcionar, junto con la totalidad de su conducta paraverbal (ritmo y tono de la voz) y no verbal (gestos, movimientos, apariencia personal), como una vasta metáfora de ese estado interior que busca transmitir. Cuando su intento tiene éxito, genera en el analista una experiencia subjetiva afín a dicho estado. El analista la identifica, procura comprenderla y ponerla en palabras, y luego comunica al paciente lo que cree haber comprendido, por medio de interpretaciones y otras formas de expresión. Si estas generan en el paciente una nueva experiencia interior comparable a la que trataba de comunicar, éste sabe con certeza que ha sido comprendido, lo cual se constituye en una nueva experiencia que resulta sanadora. Y todo este diálogo se realiza por medio de un uso particular del lenguaje poético (Tubert-Oklander, 1994, 1999).

Cuando procuramos compartir nuestras experiencias analíticas y las diversas formas en que hemos logrado que ellas hicieran sentido para nosotros, recurrimos a una forma de hablar o de escribir semejante a la poesía y al diálogo analítico. Es decir, que usamos el lenguaje, no para definir o explicar, sino para provocar en nuestros interlocutores o lectores ciertas reacciones interiores, que puedan procesar para alcanzar un conocimiento a la vez vivencial y cognitivo de lo que estamos tratando de compartirles. Y luego, al recibir sus respuestas, habladas o escritas, habremos de enterarnos de en qué medida hemos sido comprendidos, pero también, al igual que con las interpretaciones psicoanalíticas, las diferencias entre su versión y la nuestra pueden enriquecer nuestra propia comprensión de lo que hemos escrito, más allá de lo que habíamos pretendido decir. Porque un texto tiene siempre diversas capas de significado propios, diferentes de, subyacentes a y, con frecuencia, contrastantes con la intención consciente del autor. Es ´por eso que toda vez que hablamos o escribimos nuestras ideas, necesitamos recibir las respuestas del auditorio o los lectores, para llegar a enterarnos de los diversos niveles de significado posibles de nuestras propias palabras. El conocimiento profundo siempre surge del diálogo. Es por eso que las clases o conferencias magistrales en las que no se da lugar para su discusión resultan inevitablemente tan empobrecedoras par el ponente como para el auditorio.

Lo mismo ocurre con el estudio reverencial y repetitivo de textos consagrados, el cual esteriliza su potencial fecundidad. Leer realmente un texto es interpretarlo, e interpretar es establecer un diálogo libre y productivo entre el autor, el texto y el lector, todo ello dentro de sus respectivos contextos: el contexto de la escritura, el de la lectura y el del propio texto, adquirido en el curso de su vida y vicisitudes (Tubert-Oklander, 2009a). Los peores enemigos del aprendizaje que puede brindarnos la lectura son la solemnidad y la reverencia, que nos llevan a tragarnos el texto entero, como si fuera una hostia, en vez de masticarlo, disolverlo y asimilarlo a nuestro ser. En el campo del aprendizaje, al igual que en de la nutrición, los alimentos deben ser destruidos para nos nutran y fomenten nuestro desarrollo.

Pero la reverencia y la solemnidad son también letales para el acto de escribir. El rígido academicismo que exige que toda afirmación debe basarse en fuentes respetables, se opone a la expresión libre del pensamiento propio. Así con frecuencia el autor de una tesis o de un trabajo académico se ve tan absorbido por la literatura establecida, que no llega a identificar siquiera que es lo que realmente piensa, mucho menos a escribirlo o publicarlo. Los grandes pensadores, los que han cambiado el curso del pensamiento colectivo de la Humanidad, se caracterizaron siempre por su escaso o nulo respeto por los precedentes, ya que estaban consumidos por la llama creativa de la pasión que los llevaba a decir su propia palabra.

En la historia de las ideas, pocos pensadores han sido tan irreverentes como Freud. Él siguió siempre su propio camino, a pesar de todos los obstáculos, rechazos, descalificaciones, incomprensiones y calumnias, y dijo lo que tenía que decir, en una permanente indagación crítica, que lo cuestionaba todo, incluyendo su propio pensamiento. El fin de la formación psicoanalítica, incluyendo en ella el análisis, las supervisiones, la práctica clínica y los seminarios, no es transformar a los estudiantes en hábiles y doctos repetidores de los dichos de Freud o de otros autores respetados, sino despertar en ellos el Freud que llevan adentro, con toda su pasión, su irreverencia, su creatividad, su cuestionamiento y su terca insistencia en pensar y decir sus propios pensamientos. Sólo así continuará desarrollándose esa extraña disciplina y profesión que él nos legó (Tubert-Oklander, 2009b, 2014).

Todo ello apunta al fundamental papel que desempeña la palabra en el psicoanálisis. Cierto es que la relación es en sí misma terapéutica (Tubert-Oklander, 1991), y hay muchas formas de tratamiento que aprovechan este efecto sanador, pero sólo los psicoanalistas hemos insistido, una y otra vez, en que la experiencia terapéutica que brindamos a nuestros pacientes debe necesariamente transitar, tarde o temprano, por el tortuoso camino de la palabra, sostenido por el diálogo analítico. Pero no se trata de una palabra hueca, formal y repetitiva, amarrada a las cadenas de la lógica, sino de una palabra viva y creativa, plena de luz y vigor.

El primer versículo del Evangelio de Juan dice: “En el principio era el Verbo” (Juan 1:1). Pero el Verbo es mucho más que la palabra; es un estallido de vida y de luz, comparable al Big Bang de los modernos cosmólogos (Hawking, 1988). Pero, a diferencia de este último, el Verbo no se limita a ser un borbotón de energía creadora de todas las diferencias, allí donde antes había habido sólo una unidad monolítica, sino que tiene también significado, intencionalidad y sentido (lo que los griegos llamaban el Logos). Podemos decir que conjuga, en un único punto y en un único momento, el afecto, la palabra y la acción. Es esto lo que lo torna una poderosa metáfora del especial lugar que el lenguaje tiene en el psicoanálisis, como sentimiento (es decir, relación), palabra y acto.

En la transmisión de la experiencia de nuestra disciplina, hemos debido apoyarnos fundamentalmente en los análisis de formación, ya que los intentos de formular teorías sistemáticas, regidas exclusivamente por la razón se han alejado cada vez más de aquello que constituye su fundamento último: la experiencia analítica. Es por ello que debemos pugnar por recuperar la vitalidad y la capacidad generativa del lenguaje que caracterizó a los primeros escritos psicoanalíticas y sus primeras lecturas, que ha tendido a verse sumergido y asfixiado por un creciente academicismo. Y ello requiere que aprendamos a ver al psicoanálisis, no sólo como investigación y terapia, sino también como literatura (Ferro, 1999; Tubert-Oklander, 2004a, b, 2014). De esto se trata la imposible tarea de escribir el psicoanálisis.

REFERENCIAS

  • Beuchot, M. (1997): Tratado de hermenéutica analógica. Hacia un nuevo modelo de interpretación, cuarta edición. México, D. F.: Facultad de Filosofía y Letras, UNAM –Editorial Itaca, 2009.
  • Bion, W. R. (1962): Learning From Experience. Londres: Heinemann. [Traducción castellana: Aprendiendo de la experiencia. Buenos Aires: Paidós.]
  • Ferenczi, S. & Rank, O. (1924): The Development of Psychoanalysis. Madison: International Universities Press, 1986.
  • Ferro, A. (1999): El psicoanálisis como literatura y como terapia. Buenos Aires: Lumen, 2002.
  • Freud, S. (1890): “Psicoterapia. (Tratamiento por el espíritu.)” BN–I: 1014–1027. AE–I: 111–132.
  • Freud, S. (1895d): Estudios sobre la histeria. BN–I: 39–168. AE–II. SE–2.
  • Freud, S. (1911b): “Los dos principios del funcionamiento mental.” BN–II: 1638–1642. AE–XII: 217–231. SE–12: 213–226.
  • Freud, S. (1933a): “El problema de la concepción del Universo (Weltanschauung).” Lección XXXV de las Nuevas lecciones introductorias al psicoanálisis. BN–III: 3191–3206. AE–XXII: 146–168. SE–22: 158–182.
  • Hawking, S. (1988): Historia del tiempo. Barcelona: Editorial Crítica, 2011.
  • Hernández Hernández, R. (2010): Psicoanálisis y concepción del mundo. Tesis de Doctorado en Psicoterapia. Centro de Estudios de Postgrado, Asociación Psicoanalítica Mexicana. México, D. F., mayo de 2010.
  • Hernández Hernández, R. & Tubert-Oklander, J. (1994): “Sueño, poesía y creación.” Presentado en el Programa de Otoño 1994. Centro Psicoanalítico de Psicoterapia y Orientación, México, D.F., octubre de 1994.
  • Tubert-Oklander, J. (1991): “¿Es realmente terapéutica la relación con el analista?” Jornada Psicoanalítica, 3 (2): 1–14.
  • Tubert-Oklander, J. (1993): “Poesía y psicoanálisis.” Trabajo presentado en el Programa de Otoño 1993. Centro Psicoanalítico de Psicoterapia y Orientación, México, D.F., octubre de 1993.
  • Tubert-Oklander, J. (1994): “Las funciones de la interpretación.” Revista de Psicoanálisis, 51 (3): 515–544.
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  • Tubert-Oklander, J. (2004a): “Il ‘Diario clínico’ del 1932 e la sua influenza sulla prassi psicoanalitica.” En Borgogno, F. (a cura di) (2004): Ferenczi oggi. Milán: Bollati Boringhieri, pp. 47–63.
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  • Tubert-Oklander, J. (2009a): Hermenéutica analógica y condición humana. Número Especial 24 de Analogía filosófica. México, D. F., 2009.
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  • Tubert-Oklander, J. (2013b): Estudio del tipo de conocimiento que nos brinda el psicoanálisis. Desde la perspectiva de la hermenéutica analógica. Tesis de Doctorado en Psicoterapia. Centro de Estudios de Postgrado, Asociación Psicoanalítica Mexicana. México, D. F., julio de 2013.
  • Tubert-Oklander, J. (2014): The One and the Many: Selected Papers on Relational Psychoanalysis and Group Analysis. Londres: Karnac Books.
  • Tubert-Oklander, J. y Beuchot Puente, M. (2008): Ciencia mestiza. Hermenéutica analógica y psicoanálisis. México, D. F.: Editorial Torres Asociados.

** Presentado en la Mesa del Instituto de Psicoanálisis durante la Reunión Científica “Aniversario Sigmund Freud” sobre el tema “Escribir el psicoanálisis”. Asociación Psicoanalítica Mexicana, México, D. F., 9 de mayo de 2015..

****Médico psicoanalista y analista de Grupo. Miembro titular de la Asociación Psicoanalítica Mexicana y analista didáctico en su Instituto. Miembro de la Asociación Psicoanalítica Argentina, la Group-Analytic Society International y la Asociación Internacional de Psicoanálisis y Psicoterapia Relacionales.

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